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▷Mi maestro✔

▷Mi maestro✔

Delgado y bajo, vestido siempre de punta en blanco, de flux y frecuentemente con corbata, mi maestro de sexto grado —ahora lo pienso— era un hombre extraordinario.  

Hugo era el único maestro en la escuela Cosme Damián Peña, en La California Norte (Caracas), que compartía el recreo de media mañana con sus alumnos. De hecho, el único maestro, pues todas las demás eran maestras. Tenía la costumbre de proponernos un juego de metras: colocaba tres metras en línea a cierta distancia, y debíamos intentar pegarle a una. Si lo lográbamos, ganábamos las tres. La verdad es que pocas veces acertaba alguno, y él se iba quedando con las metras de todos los que fallábamos.  

Cuando terminaba el juego, redistribuía las metras que había ganado. Algo así como: a cada quien según le correspondía, pero también a cada quien según necesitaba. Así, todos los que habíamos perdido algunas recuperábamos una parte, pero incluso los que estaban de mirones recibían una o dos. Y así crecía el grupo de jugadores, que no diferenciaba entre niñas y niños.  

Las metras en el patio eran una muestra de estatus. Quizás no exacto ni científico, pero sí reflejaban un poco cómo eran nuestras respectivas casas y nuestra sociedad. Sus acciones me mostraron, en la práctica, que la escuela —como decía Prieto— debe ser reflejo de la sociedad que queremos, no de la que tenemos.  

Con su porte, actitud y verbo, fue el maestro del único sexto grado que no aceptó hacer el cursillo para la primera comunión en 1980, luego de una consulta democrática por la que, seguramente, debió recibir alguna reprimenda. Todo ello me llenó, en secreto —que solo hoy confieso— del deseo de ser maestro. Pero no cualquier maestro: uno que juega metras y enseña a redistribuirlas.



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